Vivimos una época de crisis
socioeconómica, no hace falta decirlo, de podredumbre política, de pobreza
intelectual. Vivimos por lo tanto una época de desesperanza, en
la que proliferan voces que hablan de revolución y oídos dispuestos a
escucharlas. ¿De verdad es esa la única salida? ¿Qué es en realidad una
revolución?
El profesor Garrido la define como un
periodo en el que se producen cambios violentos en las instituciones políticas,
económicas y sociales de una nación, a mayor velocidad que en los «periodos de
inercia».
De esta manera, el Antiguo Régimen
(monarquía absoluta y sociedad estamental, resumiendo demasiado) desapareció
paulatinamente en Europa por el efecto de tres revoluciones: la americana, la
francesa y la industrial. Pero ¿cuáles fueron algunas de las consecuencias
inmediatas de estas revoluciones?:
La primera consecuencia de la Revolución
Americana, que comenzó con la matanza de Boston, fue la constitución de un
estado capaz de redactar una declaración en la que se proclama que todos los
hombres son por naturaleza libres e independientes, mientras esclavos negros
sirven el té, ya sin impuestos.
La primera consecuencia de la Revolución
Francesa, que consistió en una masacre festiva para matar a un rey absolutista,
fue Napoleón, un emperador.
La primera consecuencia de la Revolución
Industrial, fue la explotación industrial del trabajador. Aquí habría que abrir
un capítulo a parte: la explotación industrial del trabajador dio lugar a
teorías que dieron lugar a la Revolución Rusa, cuya primera consecuencia fue el
exterminio, un régimen totalitario, que chocó en la Segunda Guerra Mundial con
otro régimen totalitario, surgido también en un periodo de crisis y que
también exterminaba.
Es decir, las revoluciones son un
desastre añadido a otro desastre. Sin embargo, esas tres revoluciones, que
bebieron de teorías de filósofos ilustrados como Montesquieu, Rousseau o Adam
Smith, sembraron las ideas y sentaron las bases económicas necesarias para la
consecución del régimen actual (representación parlamentaria elegida mediante
sufragio y ascensión social a través del trabajo, resumiendo demasiado). Pero
sucede que ante la maquinaria lenta y oxidada de nuestra democracia, la corrupción
de nuestros representantes y la dificultad para acceder al mundo laboral, un
ciudadano de hoy en día puede llegar a sentirse tan desamparado como un bracero
de la Edad Media.
España es un buen ejemplo de ello. En
España, con la excusa de atender las necesidades del español de a pie, se ha
creado un entramado de administraciones excesivamente pesado (concejales,
alcaldes, diputados autonómicos, consejeros autonómicos, presidentes autonómicos
con sus asesores autonómicos; diputaciones, senadores, agregados en general, diputados
nacionales, ministros, presidente con sus respectivos asesores y familia real
decorativa; resumiendo demasiado), que hay que sostener y a través del cual las
necesidades del español de a pie se difuminan, y cobran trascendencia las
necesidades del español de a coche oficial. Mientras los ciudadanos sufren las
consecuencias de la crisis, soportan y pagan los excesos del sistema
financiero, ven crecer los casos de corrupción y menguar su bienestar, los políticos
no buscan un diálogo constructivo, no hay un nuevo discurso para una nueva
situación, no hay intercambio de opiniones ni voluntad de llegar a acuerdos. Se
limitan a recitar el ideario de su partido, con orejeras, se conforman con que
el otro lo hiciera peor y convierten el debate parlamentario en un partido de fútbol.
Las hinchadas son los diputados, los diputados son personas que se dedican a
votar lo que manda el partido, cosa que podría hacer una gallina amaestrada.
Ante tal panorama, cada vez más gente
reniega del sistema. Por un lado hay quienes añoran la dictadura de Franco y
por otro quienes abogan por una revolución. Esto, que en principio podría
considerarse anecdótico, delirios que siempre estuvieron ahí, tiene hoy un
aparente fundamento y adquiere dimensiones preocupantes a través de las redes sociales, donde
las opiniones degeneran en proclamas.
Nadamos en un caldo de cultivo ideal
para que medren iluminados con soluciones milagrosas, como sucedió en la Alemania
de 1933, o que se alienten movimientos revolucionarios; tipos que suelen tener
en común el estimar que hay demasiada gente viva. Tipos que se apoderan de las
protestas legítimas de los ciudadanos, utilizan el cabreo generalizado y
prostituyen los ideales con un único y verdadero objetivo: llegar al poder;
terminan pareciéndose tanto los líderes revolucionarios a los reyes
absolutistas…
A pesar de todo, uno se empeña en creer
en el sistema, de la misma manera en que mi madre no deja de creer en Dios
porque haya curas pederastas. Me digo que es el mejor posible y que posee las
herramientas necesarias para regenerarse. Que puedo decirles que, si es necesario
recortar, precisamente la educación y la sanidad debería de ser lo menos damnificado,
que hay que adelgazar la administración y no sólo despedir a funcionarios de bajo
rango, que abran las listas, que se escriban los discursos al menos. Conocemos esos
casos de corrupción porque los juzgamos, me digo. La crisis, en lugar de
llevarnos a otro desastre, ha de servirnos para adoptar una actitud crítica,
exigente y responsable, a todos.
Lamentablemente, me descubro realizando
un acto de fe. Y de nuevo me veo encerrado en este girar y repetir hacia la
nada.
Cuando pienso en todas las instituciones
creadas para ampararme, me siento tan desamparado. Cuando pienso en todos los
políticos que hablan en mi nombre, me siento tan silenciado. Cuando siento aproximarse
a mis salvadores, me asomo al hueco amado de mi tumba.
Más deprisa o más despacio, la historia
del hombre es la historia de la masacre, y las revoluciones sólo sirven para
cambiarles la cara a los asesinos.