jueves, 23 de mayo de 2013

El Mundo es Idiota





primera parte


−El mundo es idiota –comenzó diciendo el profesor Garrido−, y la mayor prueba de ello es que el vídeo del Gangnam Style supera los mil quinientos millones de reproducciones en internet. Si a esto le añadimos las veces que ha sonado en la radio, en las discotecas, los conciertos multitudinarios y nos imaginamos las cantidades de personas que, bien en la intimidad bien empujados por la enajenación colectiva, han bailado esa coreografía del infierno, definitivamente el mundo se encuentra en un serio aprieto. Por si fuera poco, ese tipo con lentejuelas ha perpetrado una segunda canción… con una nueva coreografía… similar a la anterior… el tipo es de Corea del Sur… ¿Realmente pensáis que Kim John Un no tiene motivos comprensibles?
El profesor Garrido no se detenía ante nuestras risas, no se desplazaba por la tarima, tan solo a veces agachaba la cabeza y acariciaba el apoyabrazos de su silla de ruedas para pensar.
−El mundo es soberanamente idiota. En este mundo John Fante muere sin reconocimiento y a cualquier cocainómana televisiva se la llama princesa. Y que conste que de las dos condiciones dichas, la más denigrante es la de televisiva. La televisión ni siquiera se molesta en disimular su idiotez. En la actualidad se emiten nada menos que dos programas en los que gente famosa se lanza desde un trampolín. Famosa no por descubrir vacunas sino por grabarse haciéndose una paja, por ejemplo. Los telediarios son sensacionalistas, propagandísticos y maniqueos. Reducen asuntos complejos a explicaciones pueriles porque esa es la confianza que tienen en su audiencia y porque confunden inmediatez con superfluidad.
»La tele no se molesta en disimular su idiotez, creo que estamos de acuerdo. Pues bien, la próxima vez que elijáis un informativo u otro porque os tranquiliza que la realidad se ajuste a la idea que tenéis de ella… la próxima vez que os sentéis en el sofá a ver porquería porque, coño, ya os joden lo suficiente en el trabajo o bastante sufrimiento es estar en el paro y tener que pagar la hipoteca y la ortodoncia del jodido niño y uno tiene derecho a no pensar y entretenerse como a uno le dé la real gana. No me faltaba otra cosa, señor listillo, que llegar a casa y ponerme a leer a Proust, eso seguro que lo hacen los pedantes lisiados. La próxima vez sabed al menos que os sentáis delante de un espejo.
»Ni siquiera los que leen a Proust y acuden a conferencias dejan de ser idiotas –el profesor se detuvo un momento y a mí me dio la sensación de que lo hacía por si fuéramos incluso tan idiotas como para no entender que se refería a nosotros−. Ustedes pensaron: Vayamos a escuchar al pobrecito profesor tullido, seguro que él nos anima, seguro que él nos enseña a apreciar el verdadero sentido y nos da las claves para salir de esta crisis, o para no sentirme una mierda cada vez que me levanto. Seguro que él nos sirve como ejemplo de superación. Seguro que nos habla de una experiencia catártica, de un hundimiento, de un esfuerzo y de una recompensa. Seguro que lo asocia a la situación actual. Seguro que da un discurso emocionante que nos conciencie de nuestro poder de cambiar las cosas, o al menos de soportarlas. Seguro que ha aprendido a hablar con los pajaritos. Puede que atraviese un aro de fuego con su silla.
»Puede que sólo pensaran: Bah, mejor esto que la clase de edafología.
»Pues bien, os contaré una historia. La mañana del 2 de julio de 1993, yo salía anudándome la corbata del número 24 de la calle Moncada. Los edificios de esa calle parecen excrementos al sol, pero esa mañana me parecieron frescos y lozanos, los tenderos eran simpáticos y el tráfico fluía alegremente porque yo acababa de hacer el amor. Me detuve a comprar el periódico y desayuné un donuts caminando porque llegaba tarde a la universidad. Necesitaba un taxi pero, a pesar de que yo había eyaculado varias veces, todos pasaban ocupados. En la esquina de Alcira con Constitución no miré el semáforo y una furgoneta de reparto me dejó paralítico.
»Cuando abrí los ojos en el hospital, a la primera persona que vi fue mi mujer. Estaba aturdido, la cabeza me chirriaba como si varios trenes fueran a colisionar en su interior, el pecho me dolía como si una furgoneta de reparto me hubiera atropellado… 
»La visión de mi mujer, oír su voz aliviada me hizo sentir que estaba en un sitio seguro y que todo se arreglaría. Yo había sentido esa voz durante el tiempo que estuve en coma, la había sentido llorar, dormir a mi lado, como un bebé siente en el útero el mundo ruidoso que lo llama. Así me llamaba, así me atrajo. Esto es totalmente cierto, o al menos es totalmente cierto que lo estoy diciendo ahora.
»Luego esa misma voz me dijo que quizás en Estados Unidos, que cabía la posibilidad de que volviera a caminar y la odié para siempre.
»Estuvo a mi lado durante toda la convalecencia. Abandonó su trabajo y se dedicó a mí por completo. Me bañaba, me daba de comer y me hablaba porque mi primera reacción fue comportarme como un parapléjico sordomudo en huelga de hambre. Después soportó mi rabia, los días tranquilos que pasaba mirándome las piernas como si pretendiese moverlas con el pensamiento. En casa me ayudó a manejarme con la silla. Me enseñó a vestirme, a ducharme, y a cada cosa que hacía por mí y cuanta más independencia recuperaba, con más fuerza la odiaba.
»Mi mundo se había convertido en una mierda y ella formaba parte eminente de esa mierda. Su voz me había traído a esa mierda.  Joder, no era capaz de hacerle el amor y aquella voz agria sólo hablaba de coches adaptados y lugares accesibles.
»Nos divorciamos. Contraté a una asistente y sentí un gran alivio al verla atenderme por dinero.
»De modo que aquella experiencia no sacó lo mejor de mí, no tuve ninguna revelación. Fui un tipo asqueroso, escupí toda mi impotencia sobre ella, la aboqué a divorciarse de un minusválido. Aun así la mantuve a mi lado mientras me fue útil, porque en el fondo yo quería hablar, quería comer, quería recuperar un poco de felicidad, aunque siempre me supiese a macarrones de la semana pasada.  
»Después del divorcio me dediqué en medio cuerpo y alma a mi profesión, escribí libros, muchos libros; conozco palabras rarísimas y doy conferencias. Pero sabed que a día de hoy sigo imaginando maneras creativas de suicidarme. Cada día me miro estas piernas raquíticas, esta panza desproporcionada, y me digo que lo cambiaría todo por ser capaz de bailar el Gangnam Style.
»La felicidad es un estado de idiotez profunda. Nadie debería tenerla como objetivo vital.
»De modo que invito a los que esperaban escuchar a la versión con extras de Nick Vijucic a abandonar la sala.
El profesor paseó la mirada por la platea, pero nadie se movió.
Durante toda mi recuperación y durante los trámites del divorcio, tuve muchas oportunidades de ser honesto con mi esposa, pero nunca lo hice:
 »En el número 24 de la calle Moncada vivía una alumna dispuesta a hacer cualquier cosa para subir la nota.
»Quien no quiera seguir escuchando a un tipo de esta calaña puede marcharse.
Hubo un par de personas que se levantaron. Yo me dije que habrían recordado que a esa hora daban la tercera cerveza gratis en el campus. El profesor aguardó tranquilo a que cerraran la puerta y continuó.
−Todavía sobra gente: estaba buena y acudió a la revisión desesperada porque con mi asignatura suspensa le denegarían la beca. Se puso a llorar, yo dejé caer mi brazo sobre sus hombros.  
Levantó las cejas a la espera de nuestra reacción. Unas cuantas filas quedaron semivacías.
»La realidad es que la chica tenía el examen aprobado, le había bajado la nota adrede porque quería follármela desde hace tiempo.
De nuevo nos miró. Más gente se fue. El profesor esperó a que se hiciera el silencio.
Los que crean que el atropello fue una especie de castigo divino ni siquiera deberían haber venido.
Volvió a adoptar una actitud de espera. La mujer que se sentaba a mi lado dijo: «Joder, justo ahora que iba al aseo.»
Nos tranquiliza que los paralíticos sonrían y jueguen al baloncesto.
»Somos tan idiotas que creemos en los héroes, necesitamos que en las películas los buenos y los malos estén bien definidos, necesitamos que la Pantoja sea una viuda doliente y que le cante al muerto, nada más. Necesitamos tener claro a quién culpar. Exigimos a los demás una integridad que nos aplicamos con laxitud.
»Los políticos, además de ser los idiotas más visibles, son los malos mejor definidos… 

Continuará.
   
    

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